20 noviembre, 2012

Vías argentinas

Viejo tren de Tercer Mundo, viajo en un tren de Tercer Mundo: lombriz de acero y polvo, traeme la lejanía de este país bebé, violá con tu ruido metálico los arrabales de cartón y siglo, aunque te tiren piedras los niños mocosos de la patria y sobre todo los gobiernos saqueadores de la misma.
Que largos son los pasillos de los trenes, entre asiento y equipaje, vagón y clase, hay un espacio tan grande que para los chiquilines es un mundo, por donde caminan excitados, impacientes, buscándose y buscándonos con la mirada, mientras la gente grande duerme si puede, come, espera el destino como siempre, viajando menos de lo que debería, menos que sus cuerpos sobre la llanura del continente, inquietos con ese ínfimo tramo de vida improductivo.

Huele a mate este viaje, aunque también a sudor, café y campo. También a tabaco si no viene el guardia, a porro si nos convida algún pasajero amigo, uno de esos capaces de oler la juventud que flota entre tanta cosa vieja, quizás uno de esos sin un mango para desayunar en el restorán del tren, uno de esos magnates de tiempo y bichicomes de plata, jóvenes de tantas edades con poesía en los ojos.
Viajar es moverse: en la geografía y sobre todo en las entrañas. Es decir, un atardecer que te tiemble el alma, la mirada de la multitud del Centro, gente alegre si es viernes, o el primer diálogo con un desconocido, siempre un abismo, un océano de cosas nuevas. Qué nos importa saber con precisión el destino o el techo, hay que explotar de gustos la boca, respirar por los poros si es preciso.
Es este tren mucho más que una promesa de llegada, porque viajar es moverse, y moverse es mover el mundo. 
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